El Juglar presenta “Relatos de Arena y Pavimento” El sueño de Mardoqueo
Por José Luis Barrón
17 junio, 2025

Ilustraciones: Jaime Villegas
La suya era una vida demasiado humilde, pero a pesar de su pobreza era feliz en ese pueblo olvidado de Chiapas, al lado de su esposa y sus dos pequeños.
El sol se reflejaba en el espejo de su piel morena durante cada jornada en su propia tierra; al final del día la risa de sus pequeños secaba su cansancio. Su jacal, oloroso a tortillas hechas con las manos morenas y rajadas de su mujer, la que siempre despedía un agradable aroma a tierra y hierba frescas.
Ese jacalito que lo cobijaba del frío y de los continuos torrenciales de la selva lacandona, donde él era amo y señor del viento, el que jugaba con los cabellos azabaches de sus dos chamacos, dichosos con las ropas multicolor con fondo negro que su mujer confeccionaba, dichosos de vivir en un paraíso arbolado.
Mardoqueo no necesitaba más para ser feliz.
Pero regresó el tío Teofilo de donde andaba, con ideas de “hombre de mundo”, invitando la parranda a sus allegados y hablándoles de “progreso y de ganar harta lana en Cancún con la construcción de la segunda fase de un hotel, están ofreciendo hospedaje y comida”.
Mardoqueo se llevó la idea en sus terrosas manos y soñó, soñó tanto con una casita de “material y si la Tencha se pone lista, capaz que junta para una televisión que los escuincles todavía no conocen”.
Pero lo mejor, se iría a conocer mundo como el Teofilo, a conocer el paraíso del cual sólo había visto una parte en un periódico.
Aparte del trabajo “veríamos mucha vieja güerota y fina en paños y las discotes de la Zona Hotelera”, como la que vio alguna vez en una película en la “casa grande de don Eustaquio, el coleto rico del pueblo, allí salía un ranchero bien bragao que terminaba arrejuntándose con una mujercita hermosa, no como la Tencha prieta y gorda”.
Esa misma Tencha que le preparó amorosamente su itacate para que no le gruñeran las tripas de hambre en el camino pues éste sería largo y cansado. Junto a 98 paisanos suyos, Mardoqueo y Teofilo abordaron el autobús que los traería a Cancún. Durante el trayecto y a pesar de que iban como sardinas, el tío seguía alimentando esa fantasía.
— Ora, no se desvalorice sobrino, con suerte y hasta un cuarto con vista al mar nos dan, nos va a ir rebien, verdad buena.
— Sí pues.
Hospedaje, comida y buen sueldo son oportunidades que sólo se ven una vez en la vida, una oportunidad que Mardoqueo, soñaba, lo impulsaría a ser un hombre de mundo y no el pueblerino apocado e ignorante que era, aunque era muy feliz con Tencha y sus hijos.
Ni siquiera entraron a la ciudad, kilómetros antes achocaron a esos 100 chiapanecos en barracas que compartirían junto con otros tantos albañiles y peones que habían traído de otros estados, su vista al mar estaba a dos o tres kilómetros de ahí, en donde sus bronceadas pieles se tostarían aún más con el cargar bloques, hacer mezcla, acarrear sascab y grava, durante 12 horas o más al día, en los seis y en ocasiones los sietes días de la semana.
Mardoqueo pasó por alto ese sistema de tiempo compartido en las barracas hechas de láminas y cartón, hamaca con hamaca, una toma de agua para todos, una fosa séptica, igual para todos. Y qué decir de los arremolinamientos a la hora de las comidas, las que casi siempre se servían crudas o quemadas.
Pero tío y sobrino le tupieron duro a la chamba, mandaban sus sueldos casi íntegros a sus respectivas familias; pero hasta las rocas erosionan, la nostalgia y la paupérrima condición en la que se encontraban los orillaron a buscar refugio en las cervezas y en sus sueños, después de cada jornada.
— Todavía no conozco las playas, ni las discotes. ¿Así cuándo voy a ser hombre de mundo, tío? —Siempre lo decía antes de dormir y Teofilo le prometía que irían al siguiente fin de semana cuando les pagaran un poco más.
Llegó pues un sábado, después de la paga se fueron al Crucero y compraron ropa para estar a la “altura” de una buena noche de parranda. Se abastecieron de varias canastillas de cerveza y se fueron de “gira” por la Zona Hotelera; al fin Mardoqueo conocería la parte bonita de Cancún, y junto con la cerveza bebía su admiración…
Insistió en entrar la “Bum”, el tío le recomendó que no, que mejor fueran a una cantina del centro, pero Mardoqueo no hizo caso y un paisano tan moreno o más que él le negó la entrada, aunque mostrara su dinero
porque no era cuestión de pagar y ya “pásale, muchacho”.
Tragándose la humillación el sobrino se dejó llevar por el tío a un lugar en donde sí recibirían de buen grado sus billetes salpicados de cemento y bebieron, bailaron con las chicas de ese mismo lugar, siguieron bebiendo, rieron, también lloraron cuando el recuerdo de su pueblo polvoriento les taladraba el alma. También hablaron de sus decepciones y frustraciones, alegaron, bebieron más, se enojaron entre ellos y seguían bebiendo.
Ese lunes, Mardoqueo no saltaría de su hamaca tratando de reconstruir el sueño de la noche anterior, sería la primera vez en no presentarse puntual a su jornada, fue la primera vez en no enviar el gasto a la Tencha.
La primera y última vez que mataría al tío Teofilo.
No recordaba nada, al menos no lo suficiente como para defenderse o negar el asesinato que le achacaban, supo que no volvería a su pueblo.
Al poco tiempo, Tencha con sus hijos después de vender su terrenito se vino a achocar a una palapita en una de las regiones cercanas al Cereso, en donde visita a Mardoqueo todos los domingos y recuerdan con agrado cuando eran felices en ese pueblecillo olvidado de Chiapas, con olor a tierra y hierba frescas.